domingo, 11 de enero de 2009

Bolt

En los últimos 30 años, el género de animación (revolucionado por la tecnología digital), gozó de un deslumbrante desarrollo, tanto artístico como tecnológico. Reveer los primeros cortos de animación 3D: aquellos desafíos del primer Pixar (un centro de experimentación dentro de Lucas Films), resulta revelador en tanto demuestran que apenas en 1984 era imposible imaginar un fotograma de animación digital como los de hoy en día. La tecnología era tan precaria que alcanzar la narración, ni hablar de la expresividad, era un desafío prácticamente imposible. Ellos lo lograron.


Hoy, a casi 15 años desde el primer largometraje de animación digital (Toy Story, 1995), nos encontramos en lo que algún medio montevideano acertó en llamar la Edad de Oro del cine de animación. Y esto implica que hasta en las producciones torpes, mercantiles o hasta fallidas, relucen pequeños o grandes destellos de inspiración visual. Por ejemplo, en Los Reyes de las Olas (Surf's Up, 2007), por más que el resultado global sea una película codesendiente, protocolar, cortés, un tanto aburrida y sumamente predecible; la propuesta goza de un enorme interés: una película de animación documental. Y ese interés genera instancias visualmente inspiradas e inspiradoras.


Los creadores, el principal motivo por el cual podemos hablar del esplendor de este género, son los señores de los estudios Pixar (John Lassester, Brad Bird, Andrew Stanton, etc.). Ellos pusieron al nuevo género en la cúspide de la realización cinematográfica; siendo Wall-E (2008) el cenit más alto de todas estas producciones y muy probablemente la primer obra maestra del género. Ellos fueron (y son) la referencia primordial para cualquiera que haga una animación en Hollywood. Esto lo evidencian las temáticas, el supuesto compromiso general de todas estas películas con cuestiones significativas del hombre (o del niño, mejor) en la contemporaneidad. En Los Reyes de las Olas, el verdadero sentido de la competencia; en Happy Feet (2006), la persecución del propio deseo; en Vida Salvaje (Over the Hedge, 2006), el sentido de la comunidad y su moral... Etc. Todas estas realizaciones copian un compromiso que mostró siempre Pixar, la única "empresa" a la que le fue autóctono y que lo dejó plasmado desde sus primeras obras. La única diferencia es que Pixar no parte nunca de un temática sino que parte de un efervecente deseo de narrar y, como consecuencia, expresar. Eso: que se ve en sus películas, los hace los mejores.

Y algo quedó en Disney como consecuencia de su asociación con Pixar. En 2008, Walt Disney Animation Studios, realizaba su segundo largometraje del género: Bolt; con la producción ejecutiva de John Lassester (co-fundador y socio de Pixar).


El título local: Bolt, un perro fuera de serie, tiene un doble sentido. Por un lado, la típica hipérbole remarcando la excepcionalidad de este perro; y por otro, más interesante aunque definitivamente choto, el anticipo de un detalle de la trama. Bolt es un actor de una serie de televisión engañado por los productores para que crea que la historia televisiva es su vida real. Es decir, Bolt cree que es un perro dotado de superpoderes: un super-ladrido, rayos oculares, la capacidad de saltar grandes distancias.

Resulta que una serie de sucesos desafortunados, llevarán al perro a la otra esquina del país, lejos de la segura mentira del estudio televisivo donde vive, donde comenzará la aventura de Bolt por salvar a su dueña (la co-estrella de la serie), secuestrada en la trama televisiva por el malvado del ojo verde.

Es interesantísmo de qué modo la narración va ampliando los límites del argumento. Los primeros veinte minutos de película pasean al espectador, ansioso por establecer las reglas de la película, por distintos géneros y distintas posibles películas. Es decir, demoramos en determinar cuál es el sentido que va a tomar la historia. Nos desnorteamos, y eso es siempre una hermosa sensación en el cine. Esto sólo puede surgir del buen pulso narrativo de los directores, Byron Howard y Chris Williams. Buen pulso en un sentido casi literal: la narración inicial del filme (más allá de la magistral secuencia de hiper-acción televisiva), requiere una precisión casi exacta, inevitable, para ser sustentable. Cuando escuchamos por primera vez hablar a los animales, que implica todo un nuevo rumbo en el filme: "ey, los animales también hablan aquí"; la disposición previa de los sucesos y el golpe final que da entrada a las voces felinas funciona porque, de algún modo, el rumbo de la película estaba orientado hacia allí. Ese "giro", o mejor, esa ampliación argumental a partir de la narración, es la consecuencia del golpe narrativo adecuado en el momento adecuado. En este caso, y en última instancia, me refiero al cierre del portón del estudio, que da lugar a los animales que viven allí.

Narrar 20 minutos de desnorteo sin perder la atención, no es tarea facil. Mantenerla durante el resto de la película, tampoco. Ambas cosas logra Bolt. ¿Cómo las logra? Con un centro. Pese a que no podemos determinar en el comienzo cuál será el rumbo de la película, sí podemos determinar de quién es la película. Y ese es Bolt. Si de actores se tratara (y algunos críticos confundieron al personaje con el actor que lo dota de voz), la actuación del perro sería halagada y multi-premiada. No hay diferencia, en realidad, entre aquello que lleva a un actor real a representar un gran personaje y lo que lleva a un estudio de animación a crear un gran personaje; esto es: un gran director. Bolt es un gran personaje porque tiene alma, porque existe en su representación; en capas, en estados que se desarrollan y mutan en el tiempo. Es un personaje al que le pasan cosas, eje del drama.

En este sentido, Bolt es una película vital, en el sentido de que está llena de vida. La ampliación argumental detallada más arriba culmina en el mundo mismo, en el universo si se quiere. Un universo creado con colores, contrastes y posiciones de cámara diferentes. El mundo está tanto más vivo en comparación al estudio televisivo, que parecerían ser hechos con diferentes técnicas de animación.

Y allí: en el mundo, fiel a sí misma, Bolt se convierte en una road-movie que representa ese recorrido vital del personaje. Recorrido orientado al encuentro y el re-encuentro. Encuentro con él mismo, en su asimilación de su propia y verdadera escencia, de su instinto; encuentro con un Otro, la fantástica gata Mittens y el graciosísimo hamster Rhino; y el reencuentro con su ser amado, su co-estrella o su "humana", retomando aquella idea de La Noche de las Narices Frías. Cuando estas cosas efectivamente suceden en un filme, la "empatía", o al menos el compromiso emotivo, es inevitable. Y por eso lloramos en el final de la película.

Podría analizarse el filme en otros niveles, de otros modos. Podría hablarse únicamente de el intutivo uso de la acción y de la imagen para narrar (por ejemplo, cuando nos cuentan que ella, la co-estrella, deja de buscar a Bolt con ella apretando un botón); o de la elegancia de la animación, quizá no vista antes (los paisajes y las lluvias son de una belleza impresionista). Podría analizarse en fotogramas, en técnicas y recursos cinematográficos.

Pero prefiero destacar algo más infantil, algo más propio de todas las grandes películas. Algo que está relacionado con el ser humano en su alma, en la emoción pura. "Por cada risa, una lágrima", dijo Walt Disney alguna vez, sentenciando la escencia del drama y del espíritu. Bolt es una de esas raras excepciones donde ese espíritu se expresa y sale a la Luz; en una mueca, en un cariño o, más precisamente, en una exacta expresión canina.

sábado, 3 de enero de 2009

Burn After Reading (1er. Parte)

Los Coen sienten un enorme orgullo de ser los Coen. Es lógico y está bien que así sea, porque ser considerados "Los Coen" (mérito exclusivo de ellos), les permite hacer hoy lo que se les dé la endiablada gana. Esto, en el mundo del cine y desde mi punto de vista, es siempre algo positivo. Cuanto más libres sean los directores, más cerca podremos estar de verlos a ellos en la película.

Verlos a ellos no para dilucidar, como hacen algunos semióticos psicoanalistas, cómo fue la relación con su madre o que tan edípica es su película; sino para ver qué motiva la película: qué relación tiene con ella el que la está haciendo.

En Quémese Después de Leerse encontramos todos los ingredientes típicos de su comedia: personajes idiotas, situaciones ridículas: grandes disparates. Quizá con un poco más de negrura, un poco más de audacia.

Hay una nueva frialdad en los Coen. Ya en Sin Lugar para los Débiles se palpitaba que, pese a lo vernáculo y humano de la historia, a los Coen no les interesaba específicamente lo narrado: ni el psicópata, ni Moss, ni el Sheriff. El personaje se va y no importa a dónde. Parten de ahí buscando mostrar un lugar donde no hay alternativas: quizá en el pasado o en los sueño, pero no allí. Lo narrado es el lugar, ese espacio sin oportunidades: seco. Por esto, estaban interesados en la forma fílmica y en los recursos cinematográficos y de puesta en escena que les permitieran acceder a ese terreno de la humanidad, quizá a una era. Ese era su propio desafío. Un poco frío para un espectador común, pero genial. Y por eso esa sensación de derrota después de ver Sin Lugar Para los Débiles.

En Quémese Después de Leerse no hay un tal desafío.

Es entonces que se renueva algo de aquella falta de compromiso que sufren todas las comedias de los Coen después de "Dónde Estás Hermano?". Una falta de compromiso que le da una instantaneidad a la película y, en este caso, una indiferencia a la totalidad cinematográfica que debe buscar una película. Algunos diálogos, que parecerían irse un chiste de más; ciertos idiotismos, que parecerían ser idiotas de más. Fatalismos efectivos, pero anodinos. Son los mismos sucesos, desde adentro de la película, que nos invitan a olvidarnos de ella, de lo que acaba de suceder. Me intimida ahora la posible astucia del título: "Quémese después de leerse".

La película nos espera predispuestos a ver Coen; como si fuera varias mitades de película Coen puestas juntas. Y de aquí, de la relación sólo con sí mismos de los hermanos, la propuesta de la película: quebrar la interacción. Interacción entre los personajes, que casi ni se escuchan; interacción entre los sucesos, que casi ni se relacionan o no importa cómo lo hacen; entre los cuerpos de los personajes, que casi ni se tocan. Y también entre la película y los espectadores. La película es sorda, y no por eso es mala: pero es sorda, como una carta que finaliza una relación amorosa y se despide. Quizá, Sin Lugar para los Débiles también lo es.

Es, de cierta manera, una pequeña odisea terrestre, abrazada al post-existencialismo, post-modernismo y a la post-guerra fría. Un torbellino con su epicentro en un agujero negro. Una película que permite especular, junto con otras, que los Coen (y esto gracias a su libertad creativa) están explorando un mundo ya perdido en sí mismo.

Y no puedo dejar de pensar en la película. Quizá todo esto esté equivocado.