
Año 1805. La guerra entre Inglaterra y el imperio de la Francia napoleónica está expandiéndose a los mares del sur. Los mares son campos de batalla. Un barco inglés, el Sorpresa, tiene como objetivo la caza de otro francés, el Acheron.
Es difícil establecer el recorrido analítico de una obra como esta por dos razones específicas: primero, porque como toda gran película, esta obra está repleta de momentos magníficos, dignos por sí solos de todo un comentario en este blog; y segundo, porque la totalidad del filme goza de una complejidad tal y de un compromiso tan apasionante por parte de su realizador, Peter Weir (Picnic en las Rocas Colgantes, Gallipoli, La Costa Mosquito, Truman Show, entre otras), que podría dedicarse una publicación de revista entera para desentrañar esa complejidad y comprenderla como parte de la carrera de este maestro director australiano. Trataré de unir lo más brevemente posible estos dos aspectos escenciales.
Me resulta válido comenzar diciendo que Capitan de Mar y de Guerra - La Costa Lejana del Mundo, es la mejor película de este siglo y una de mis películas favoritas de todos los tiempos. Y me veo obligado a aclarar, para que no se confuda el hipotético lector de este texto, que esto no es un arrebato pasional. Expongo mis razones.
Esta películas es la historia de un barco en el mar; lo que es a su vez, muchas historias. Lo es, porque un barco, según la película, es una sociedad. Como dice el Capt. Aubrey antes de la batalla definitiva: "Este barco es Inglaterra". Con esto la película nos sugiere definitivamente, no que este barco es una representación de la sociedad inglesa de principios del siglo XIX, sino que este barco alberga la complejidad de una sociedad. Aquí, personas de diferentes razas, niveles culturales y probablemente económicos, de distintas edades y con distintos roles y rangos, conviven. Esta idea, que parecería ser uno de los grandes estímulos de Weir, es la que dota de tanta vitalidad a la película: la vivacidad de lo real. En buscar lo real recide la primer magistralidad de Weir.
La segunda consiste en alcanzar aquello que le fue tan característico a Ford: hacer convivir la poesía con el drama, a modo de tragedia-o-comedia lírica. La totalidad de la secuencia inicial presenta estos dos mecanismos narrativos, que volverán a lo largo de todo el relato, con particular hipnotismo.
Primero el mar, inmenso y desconocido en la profunidad de la noche; después el barco, colosal también, pero más reconocible: dentro encontramos destellos de humanidad (unas vacas agazapadadas, el nombre de los cañones); finalmente, un reloj de arena deja caer el último grano y se hace sonar la campana, los hombres cambian de turno en las velas. Elíptico y bucólico, este comienzo es el inicio de una viaje en el tiempo: la entrada de un sueño al pasado. El cine es, como en el comienzo de Persona de Bergman, el ingreso a un lugar desconocido. Poesía.
Ahora es el alba: hay niebla. El encargado de timón divisa una vela en el horizonte y la anuncia. El encargado de la guardia, Hollom, se acerca a la proa y, vacilante, despliega el catalejo. Indaga el horizonte, enterrado en la bruma. Vacila nuevamente, temeroso, y vuelve a explorar. Como una aparición, algo se insinúa. Hollom no está seguro. Llama a un joven de su mismo cargo, Calamy. Éste observa pero no ve nada. Hollom mira a lo lejos, desconcertado e inseguro; el barco entero espera por algo. Calamy lo presiona: "¿Llamamos a sus puestos?", "Sos el encargado de guardia, tenés que decir algo". Hollom no está seguro. Calamy, ante el peligro de que efectivamente sea algo, hace el llamado a sus puestos. Drama.
Esta dinámica, donde lo poético antecede, se funde o sucede a lo dramático, será retomada durante todo el realto. Cuando por primera vez el Dr. Stephen Maturin (Paul Bettany) y el Capt. Jack Aubrey (Russel Crowe) se juntan a tocar el chelo y el violín e interpretan un Concierto para violín de Mozart: mientras ellos y nosotros nos hundimos en la melodía, la película corta a un plano casi abstracto, impreciso, que lentamente, con el girar de la cámara sumergida, nos permitie reconocer al ancla del barco. También en otra sesión, más melancólica, cuando corta a un inmenso plano general del barco en la mar. O cuando el Dr. Maturin se opera satisfactoriamente (drama) y afuera sólo dos hombres se acercan y sonríen: uno, el que le disparó; el otro, a quien el doctor le salvó la vida con una intervensión quirúrgica compleja y a quien, por bruto, jamás hubiésemos creído capaz de semejante demostración de respeto y amor humano (poesía). Y así...
Además, no es el simple hecho de hacer esto lo que determina la maestría de Weir: es que a través de esto cada secuencia de la película nos transmite la verdadera sustancia del suceso. En la sesión de cuerdas y el ancla (además del valor simbólico que podría sugerir una instancia de anclaje, de relajación), estar por primera (¿y única?) vez debajo del agua nos invita a esa relajación. Con este proceder es que el largo de la película (más de dos horas) y la diversidad de personajes y sucesos no pierden vigor y, lo más importante: no pierden ritmo. Al comprometerse nuestras emociones (no con un personaje, no con algunos, no con el barco) con la realidad, es que viajamos en el tiempo y estamos en el barco.
Y vale también hacer una apreciación sobre este viaje al pasado. Existen dos tipos de películas que provocan esa sensación de viaje en el tiempo: por un lado, aquellas que parecerían haber sido filmadas en el momento que narran (así, El Séptimo Sello y Los Caballeros de la Mesa Cuadrada en la Edad Media; o Tupsy Turvy en los albores del siglo XX); por otro, las que partiendo de las posibilidades técnicas contemporáneas a la realización hacen un "filme de época" que nos invita a ver el pasado (La Edad de la Inocencia, como un ejemplo maravilloso; El Patriota como la peor cara de esa posibilidad). Capitán de Mar y de Guerra se coloca en esta segunda categoría, destacándose como la mejor de todas ellas.
Y Weir es, claramente, un gran aprendiz de Hitchcock. Hay dos ideas hitchcockianas que Weir supo hacer propias: los recursos del lenguaje cinematográfico deben utilizarse en virtud de la acción; y la imagen es un tapiz que debe ser llenado. Es importante precisar en la apropiación de estas ideas por parte de Weir. Por ejemplo, cuando el Capt. Aubrey observa los latigazos que ordenó ejecutar sobre uno de los hombres, que no saludó a un superior; Weir lo coloca delante del timón. Del mismo modo, cuando Hollom sale en el medio de la noche, asustando al joven Blakeney y, parado entre las cuerdas del barco decide agarrar una bala de cañon para suicidarse en la mar; Weir le hace un zoom que culmina en un primer plano de él con una soga enrollada en profundidad de campo. Ambos elementos (el timón y la soga), se utilizan en virtud del accionar interno de los personajes. En el primer caso Aubrey está conservando, por medio del castigo, el mando (o el timón) del barco; en el segundo, Hollom acaba de tomar efectivamente la decisión y está decidido a suicidarse. La forma nos acerca a la acción, o al accionar mejor, de los personajes: el tapiz se llena y la imagen cobra sentido.
Y en esta epopeya: la del argumento primero, la narración después y, por último, la de la realización de una super-producción de Hollywood, Weir encuentra el sentido global de este coloso en una única cosa: los hombres. Los hombres en toda la amplitud que puede adquirir el término. En la sencillez del hombre humilde, marinero y soldado de su majestad, Reina de Inglaterra; en la testarudez y la audacia, el fanatismo patriota y el seamanship del Capt. Aubrey; en la modernidad, el positivismo, y en la sutil arrogancia del Dr. Maturin; en el futuro del joven Blakeney; en la "femeneidad" y posterior brutalidad de Killick, asistente del capitán... en los rasgos de estos hombres. En la caracterización como puerta a lo ancestral. En la locura, lo primitivo, el mito, la humanidad y la civilización, que componen al hombre, es donde termina recayendo el relato. En la aventura del hombre. Finalmente, en uno de los temas más apacionantes y más propios del cine: el del Amor entre los hombres.
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